LA PALABRA NO DICHA
Abrir los pequeños baúles que llevamos dentro, remover silencios que lastiman... Una invitación a levantar la persiana para dejar entrar luz hasta esos lugares que habían quedado grises.
La imagen es ésta: como si por dentro estuviéramos llenos de pequeños baúles. Cada uno contiene memorias: memorias del afecto, memorias del trabajo, memorias de los viajes, de los rostros, de lo que hemos leído… Los baúles, en ese imaginario, tienen todos distintos colores: púrpuras, azules, verdes, dorados…
Pero hay dos baúles en particular que se me hacen grises: en uno están las palabras que nunca dijimos; aquéllas que habrían podido reparar un vínculo herido; aquéllas que nos podrían haber abierto puertas que quedaron para siempre cerradas; las que no supimos, no quisimos, no pudimos decir, y que se durmieron ovilladas, como restos de lanas de distintos colores con las que ya nada parece poder ser tejido.
En el otro baúl gris están las palabras que nunca pudimos escuchar: las que anhelamos pero no llegaron; las de aliento, las crujientes de ternura, las de valoración que jamás pudieron provenir de aquella persona porque nunca llegó a pronunciarlas. Es un baúl raro. Es un baúl lleno de palabras que nunca estuvieron.
Sin embargo, no es mi propósito que nos quedemos aquí, melancólicamente lustrando esos baúles grises. Por eso te pido una hache. ¡Sí, una hache! Necesito que, si al leer los dos párrafos anteriores, se te quedó encendido un “¡Ay!”, pongamos aquí una escalera, tomemos la hache por los hombros, desplacemos la A mayúscula y atornillemos la hache resueltamente: “¡Hay!”. Así, de “haber”. Porque quedarse mirando lo que no hicimos no sirve si no estamos resueltos a hacer. Y porque quedarse penando por lo que no recibimos, lo único que genera es que lo que sí la vida nos ofrenda, no encuentre lugar en ninguno de nuestros baúles. Flores frescas tiradas al fango.
Entonces, te pregunto: ¿qué es lo que SÍ hay? ¿Quiénes hay en tu vida que necesiten de tus palabras? Y, si la “a” no se me enoja, quisiera pedirle que se corra, para invitar a escena a la “o”. Hoy. ¿Qué es lo que sí hay “hoy” que merezca tu buena mirada? ¿Qué es lo que la vida te está diciendo pero, de tanto poner atención al baúl de las palabras no dichas, de tanto añorar su falta, de tanto darle presencia a la ausencia, su presencia presente se te queda sin dónde hacer nido?
Elijo irme con esta otra imagen: estamos con mi amigo Juan en el único cafecito de mi pueblo. Un cafecito todo de madera, al que viene gente sencilla. De pronto, un hombre joven -interno del neuropsiquiátrico que está allí nomás- se nos acerca, nos sonríe y con un “¡Hola!” límpido y fresco nos da la mano a cada uno. Nos mira a los ojos al hacerlo, todo él saluda. Luego va hacia la camarera, y le da un fuerte abrazo. Se ve que se conocen hace tiempo. Como él habla en un volumen muy alto, la camarera (cual si se tratara de un niño), lo lleva a la pérgola de afuera y le sirve con mucha ternura un té con una medialuna.
El rato pasa y el asunto queda atrás en nuestra conversación. Pero de pronto, la puerta del bar se abre y él reaparece, apenas asomando su cabeza. Y entonces sucede: resuena el grito más poderoso, más alegre, más lindo que haya yo escuchado alguna vez: “¡¡¡TE AMOOOOOO!!!”. Los vidrios de las ventanas tiritan. El pocillo de Juan queda levitando en su mano, y mi taza se inclina en el plato como para escuchar completamente. La camarera le sonríe así, a sonrisa entera, sin retacear. Su voz afirma, decididamente: “¡¡¡GRACIAS!!!”.
“¿Ves? -me dice Juan- así tendría que funcionar la vida”. Sí: así. Que en el baúl de las palabras calladas, ningún “gracias”, ningún “te amo”, haya quedado sin decirse…
La imagen es ésta: como si por dentro estuviéramos llenos de pequeños baúles. Cada uno contiene memorias: memorias del afecto, memorias del trabajo, memorias de los viajes, de los rostros, de lo que hemos leído… Los baúles, en ese imaginario, tienen todos distintos colores: púrpuras, azules, verdes, dorados…
Pero hay dos baúles en particular que se me hacen grises: en uno están las palabras que nunca dijimos; aquéllas que habrían podido reparar un vínculo herido; aquéllas que nos podrían haber abierto puertas que quedaron para siempre cerradas; las que no supimos, no quisimos, no pudimos decir, y que se durmieron ovilladas, como restos de lanas de distintos colores con las que ya nada parece poder ser tejido.
En el otro baúl gris están las palabras que nunca pudimos escuchar: las que anhelamos pero no llegaron; las de aliento, las crujientes de ternura, las de valoración que jamás pudieron provenir de aquella persona porque nunca llegó a pronunciarlas. Es un baúl raro. Es un baúl lleno de palabras que nunca estuvieron.
Sin embargo, no es mi propósito que nos quedemos aquí, melancólicamente lustrando esos baúles grises. Por eso te pido una hache. ¡Sí, una hache! Necesito que, si al leer los dos párrafos anteriores, se te quedó encendido un “¡Ay!”, pongamos aquí una escalera, tomemos la hache por los hombros, desplacemos la A mayúscula y atornillemos la hache resueltamente: “¡Hay!”. Así, de “haber”. Porque quedarse mirando lo que no hicimos no sirve si no estamos resueltos a hacer. Y porque quedarse penando por lo que no recibimos, lo único que genera es que lo que sí la vida nos ofrenda, no encuentre lugar en ninguno de nuestros baúles. Flores frescas tiradas al fango.
Entonces, te pregunto: ¿qué es lo que SÍ hay? ¿Quiénes hay en tu vida que necesiten de tus palabras? Y, si la “a” no se me enoja, quisiera pedirle que se corra, para invitar a escena a la “o”. Hoy. ¿Qué es lo que sí hay “hoy” que merezca tu buena mirada? ¿Qué es lo que la vida te está diciendo pero, de tanto poner atención al baúl de las palabras no dichas, de tanto añorar su falta, de tanto darle presencia a la ausencia, su presencia presente se te queda sin dónde hacer nido?
Elijo irme con esta otra imagen: estamos con mi amigo Juan en el único cafecito de mi pueblo. Un cafecito todo de madera, al que viene gente sencilla. De pronto, un hombre joven -interno del neuropsiquiátrico que está allí nomás- se nos acerca, nos sonríe y con un “¡Hola!” límpido y fresco nos da la mano a cada uno. Nos mira a los ojos al hacerlo, todo él saluda. Luego va hacia la camarera, y le da un fuerte abrazo. Se ve que se conocen hace tiempo. Como él habla en un volumen muy alto, la camarera (cual si se tratara de un niño), lo lleva a la pérgola de afuera y le sirve con mucha ternura un té con una medialuna.
El rato pasa y el asunto queda atrás en nuestra conversación. Pero de pronto, la puerta del bar se abre y él reaparece, apenas asomando su cabeza. Y entonces sucede: resuena el grito más poderoso, más alegre, más lindo que haya yo escuchado alguna vez: “¡¡¡TE AMOOOOOO!!!”. Los vidrios de las ventanas tiritan. El pocillo de Juan queda levitando en su mano, y mi taza se inclina en el plato como para escuchar completamente. La camarera le sonríe así, a sonrisa entera, sin retacear. Su voz afirma, decididamente: “¡¡¡GRACIAS!!!”.
“¿Ves? -me dice Juan- así tendría que funcionar la vida”. Sí: así. Que en el baúl de las palabras calladas, ningún “gracias”, ningún “te amo”, haya quedado sin decirse…
Virginia Gawel
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